De Juan XXIII a Francisco.
La ternura de Dios y los pilares de la paz.
Artículo publicado en la revista Vida Nueva (Cono Sur) 9 (2013) 33-35,
Bs. Aires, Argentina.
Carlos María Galli
Doctor en Teología
El 13 de marzo de 2013 fue elegido Francisco,
el obispo de Roma que llegó del fin del mundo. El 3 junio de 2013 se cumplirán
cincuenta años de la muerte de Juan XXIII, il
Papa buono. Un poco antes, el 11 de abril de 1963, en su último Jueves
Santo, él dio a conocer la encíclica Pacem
in terris (PT). El mismo nombre muestra que su mensaje es un eco de la
Buena Noticia de la Navidad: “gloria a
Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres” (Lc 2,14).
Bondad, amor, misericordia, ternura, paz son
palabras que expresan el Evangelio y acercan a los dos pontífices. Ambos muestran la bondadosa humanidad de nuestro Dios. El 11 de octubre de
1962, en el discurso inaugural del Concilio Vaticano II, Juan XXIII invitó a emplear
la medicina de la misericordia. El 17
de marzo de 2013, en su primer Ángelus,
Francisco llamó a descubrir la ternura de
Dios. En estos dos siglos, marcados por tantos odios y violencias, ellos
invitan a la Iglesia a tener el corazón lleno de bondad, a ser la Iglesia de la
Caridad.
Juan
y Francisco
Los dos pontífices tienen muchos rasgos comunes:
fueron elegidos a los setenta y seis años; unen una personalidad
accesible con la firmeza en las convicciones y decisiones; provienen de familias sencillas. Juan nació en Sotto il Monte, un pueblo rural de
Bérgamo, en Italia, a fines del siglo XIX; Francisco surgió de la clase media
inmigrante de origen italiano en los años treinta en la Argentina. Con sus diversas
trayectorias fueron obispos cercanos a sus pueblos: Ángelo Roncalli en Venecia
(1953-1958), Jorge Bergoglio en Buenos Aires (1998-2013).
Sus nombres trazan
programas. Ángelo tomó el nombre de Juan Bautista, el precursor, y de Juan
Evangelista, el discípulo; Jorge se animó a llamarse Francisco por el pobre de
Asís, uno de los hombres más parecidos a Cristo. Juan XXIII era devoto de san
Francisco y franciscano seglar. Con sus nombres, ellos invitan a acercarse a Jesús bendito, como lo llamaba Juan.
Ambos comienzan su ministerio respondiendo a la
palabra del Señor: “estuve preso y me visitaron” (Mt 25,36). En la Navidad de
1958 Juan XXIII visitó una cárcel romana; el pasado Jueves santo Francisco lavó
los pies a chicos y chicas en un reformatorio de menores. En el Radiomensaje
del 11 de setiembre de 1962, un mes antes del Concilio, Juan XXIII afirmó que
la Iglesia debía ser, en los pueblos subdesarrollados, “la Iglesia de los
pobres”; ante periodistas del mundo entero, el 20 de marzo, Francisco postuló
“una Iglesia pobre y para los pobres”. Los dos han llevado una vida austera que
convalida su autoridad apostólica. La pobreza –humildad, austeridad, servicio a
los pobres- es un signo elocuente de la credibilidad eclesial.
Los dos papas expresan la fraternidad
universal, llaman a volver al corazón del Evangelio y promueven la reforma de la
Iglesia. Juan XXIII fue el profeta
que convocó e inició el Concilio Vaticano II; Francisco es un Papa conciliar
que lidera la nueva evangelización por el testimonio, el servicio y el diálogo.
Los dos atraen multitudes esperanzadas y abren la Iglesia hacia el futuro. Cada
uno, desde sus experiencias históricas, impulsa el
compromiso ecuménico por la unión de los cristianos y el diálogo interreligioso
con el Judaísmo y el Islam. Desde la sede de Pedro, con desafíos distintos,
ambos asumen la causa de la paz.
¿Paz
en la tierra?
Juan nunca vino a nuestra patria y las nuevas
generaciones no lo conocen. Francisco surgió de la Argentina y todos lo están descubriendo.
En el medio, Pablo VI fue el primer Papa que pisó América del Norte (1965) y
del Sur (1968). Juan Pablo II nos visitó en plena guerra de Las Malvinas (1982),
nos condujo al Tratado de Paz y Amistad con Chile (1984),
inició los encuentros de Asís por la paz (1986). Nos volvió a visitar en 1987,
se opuso a todas las guerras, en 2002 envió a jefes de Estado el Decálogo de Asís para la paz. Todos los papas del siglo XX trabajaron por la
paz en la senda abierta por Benedicto XV en la primera guerra mundial.
Durante treinta años Roncalli fue representante
pontificio en Bulgaria, Turquía, Grecia y Francia. Tenía un vivo sentido de la
unidad de la familia humana y un gran respeto por las diferencias culturales de
los pueblos. Esa fue una de las raíces de su amplio espíritu ecuménico. Muchos
fueron testigos de su labor para salvar a hermanos judíos de la Shoah. Desde
aquellos lugares y tiempos el futuro Juan XXIII contribuyó al diálogo
judeo-cristiano.
Su pontificado (1958-1963) se desarrolló en plena
guerra fría Este - Oeste que generaba conflictos
calientes en los países del Sur. Juan XXIII buscó la distensión entre las
superpotencias gobernadas por J. F. Kennedy y N. Kruschev. Ante la crisis de
los misiles en Cuba llamó a negociar para evitar guerras con armas atómicas. Estaba
convencido de que, en la era nuclear, toda guerra es injusta. Por sus
iniciativas recibió el prestigioso Premio Balzan de la Paz.
Don Loris Capovilla fue su secretario de 1953 a
1963. Hoy tiene noventa y siete años. En noviembre me contó que la Pacem in terris nació en octubre de 1962
ante la crisis cubana. El texto fue gestado silenciosamente con la ayuda del
teólogo Pietro Pavan. Fue el primer documento dirigido no sólo a los católicos
sino “a todos los hombres de buena voluntad”. Por eso lo envió a todos los
jefes de Estado y a U. Thant, secretario de la ONU. Roncalli confiaba en la capacidad
de la razón y en la buena voluntad que Dios puso en todo ser humano.
En sus cinco partes, la Encíclica expone la
dignidad de la persona humana, fuente de los derechos y los deberes que regulan
la convivencia (8-34); fija las relaciones de los ciudadanos con la autoridad
pública (35-66); analiza la constitución del Estado democrático y republicano
(67-79); brinda –en la sección más novedosa- principios para las relaciones
entre los Estados (80-162); reflexiona sobre la paz como don de Dios y tarea
humana (163-172).
La
comunidad nacional e internacional
Juan XXIII aportó novedades a la Doctrina social de la Iglesia sobre la sociedad nacional: la dignidad humana como fundamento de una
convivencia justa; la asunción de la lógica moderna de los derechos humanos sin
su impronta individualista; la variedad de derechos, desde la libertad
religiosa al salario familiar; el equilibrio entre derechos y deberes, fundando
una ciudadanía responsable; el derecho natural de circular libremente de todos los
migrantes; el análisis de tres signos de ese (y este) tiempo: el protagonismo
de las mujeres, los derechos de los trabajadores, la emancipación de los
pueblos; la opción por un régimen político democrático y la legitimidad de la
autoridad representativa; el equilibrio entre los poderes de las tres magistraturas
en un sistema republicano; la transparencia y el control de los actos de gobierno.
Su doctrina sobre la comunidad internacional anticipó planteos de la era global: el
reconocimiento de los pueblos como sujetos de derechos y deberes mutuos; la
igualdad entre los Estados sin supremacías dominantes; el derecho a la
identidad cultural de mayorías y minorías; los intercambios libres de bienes,
servicios y capitales según normas justas; la crítica a la carrera armamentista
como estrategia disuasiva por medio del equilibro del terror (¡en 1963!); la impracticabilidad
de la guerra en la era atómica y el cuestionamiento a la teoría de la guerra
justa; los criterios para crear instituciones con cierta autoridad mundial a
favor de la paz; la solidaridad internacional activa, que Pablo VI
desarrollaría en la Populorum progressio
de 1967.
Los
cuatro pilares de la paz
El núcleo ético universal de su doctrina afirma
que la paz social -nacional e internacional- se construye sobre cuatro pilares:
verdad, libertad, justicia y amor. La
convivencia en un país “se funda en la verdad, debe practicarse según los
preceptos de la justicia, exige ser vivificado y completado por el amor mutuo,
respetando íntegramente la libertad” (PT 37). Las relaciones entre distintos Estados
“deben regularse por las normas de la verdad, la justicia, la activa solidaridad
y la libertad” (PT 80). Esos pilares rigen los vínculos entre las personas; entre
los ciudadanos y los Estados; entre los Estados; y entre los individuos, las familias,
las comunidades intermedias, los Estados particulares y la comunidad mundial
(PT 163). Esta doctrina ha sido enseñada por los pontífices posteriores y
Benedicto XVI la recordó el pasado 1 de enero.
Juan XXIII hizo otro gran aporte al diálogo
político al distinguir los movimientos históricos cambiantes de las teorías
filosóficas originales. El discernimiento prudencial en cada circunstancia
puede inspirar acuerdos políticos entre partidos distintos por el bien común.
Lo decía cuando en Italia comenzaba la cohabitación entre la Democracia
Cristiana de Aldo Moro y el Partido Socialista. Pero puede inspirar a personas
de buena voluntad en nuestra Argentina.
Para Juan XXIII las autoridades públicas son
los principales responsables de establecer las
bases de la paz. Pero todos los ciudadanos debemos comprometernos con
responsabilidad en la causa de la paz social, que se edifica con la verdad, la libertad,
la justicia y el amor.
Reconstruir
la amistad social
Esta paz se vuelve el núcleo de la amistad social y es uno de los nombres
del bien común.
* La paz es
obra de la verdad y la libertad. Requiere la verdad de datos confiables
sobre la pobreza y la inflación; la efectiva libertad de información sin
mentiras estatales ni privadas; la transparencia de los actos y fondos del
Estado en los niveles nacional, provincial y municipal; el diálogo entre
oficialismos y oposiciones para solucionar los problemas que afectan al pueblo;
el reconocimiento de los hechos que violaron los derechos humanos en el pasado
y que violan los derechos de los más pobres en el presente; un régimen de
partidos políticos que no se vuelvan facciones;
el respeto a las garantías individuales ante estados hegemónicos.
* La paz
es fruto de la justicia y el amor. Requiere cambiar el individualismo
consumista que fomenta el consumo privado pero no procura los bienes públicos
necesarios. Exige cortar los nudos de la corrupción: en 1995, ante el primer
reeleccionismo, escribí el artículo La
corrupción como pecado social, mostrando que ella siempre daña la vida de los
pobres. Implica dejar el lenguaje militarizado y los enfrentamientos porque los
adversarios no son enemigos. Procura el diálogo y la colaboración para gestar
políticas de Estado en las diferencias. Ya 1973, el filósofo Paul Ricoeur, en
un texto titulado El conflicto, ¿signo de
contradicción o de unidad?, denunciaba tanto las falsas conciliaciones como
las ideologías conflictualistas, ahora tan en boga. Éstas reducen la acción
política a una lucha de poder para vencer al enemigo mediante la supresión
simbólica del otro. Tal política de muerte es la muerte de la política.
De
Juan a Francisco
La paz reclama respeto por la verdad pasada y
presente, diálogo ciudadano en libertad, justicia social y judicial, amor para querernos más, como muestra la
solidaridad con los inundados. Los pilares son reconocer la verdad, promover la
libertad, construir la justicia, vivir el amor.
Juan XXIII fijo estos fundamentos de la paz y
dejó la escena de este mundo en Roma, en 1963. Un año después, en 1964, un
joven jesuita porteño, Jorge, se iniciaba como profesor de literatura en el
colegio de la Inmaculada Concepción en Santa Fe, Argentina. Seguramente, en alguna
de sus clases, comentó aquella frase del Martín
Fierro, nuestro gran poema nacional, que dice: los hermanos sean unidos. En 2002, siendo arzobispo de Buenos Aires,
escribió una carta pastoral para los educadores a partir de aquel poema
incluyente, que el símbolo de una cultura del encuentro y una escuela de
virtudes cívicas. Desde el 13 de marzo de 2013 Jorge se llama Francisco. Es el
primer Papa que lleva el nombre del santo de la paz.