Lo grande se
hizo pequeño
| Para LA
NACIÓN Miércoles 24 de diciembre de 2014 | Publicado
en edición impresa.
Es propio de Dios no estar
abarcado por lo más grande, pero, al mismo tiempo, dejarse contener en lo más
pequeño. Esta afirmación se encuentra en una frase divulgada por el poeta
alemán Friedrich Hölderlin. La evocó en el fragmento Thalia del año 1794 y la citó
como epígrafe de su novela Hyperion. Él creía que era una sentencia
grabada en la tumba de San Ignacio de Loyola. Probablemente la descubrió cuando
estudió teología. La empleó para mostrar la paradoja que hay entre
la pequeñez y la grandeza del hombre.
Luego, su antiguo compañero de estudios, el gran filósofo Georg
Hegel, expuso en su Fenomenología del Espíritu el arduo camino que
atraviesa la conciencia hasta manifestar el Reino de Dios en el soñado Saber
Absoluto. Al pensar el misterio de Cristo expresó que "lo más bajo es, por
eso mismo y al mismo tiempo, lo más alto". Hegel, un cristiano de
confesión luterana, quiso salvar el núcleo de la fe ante el racionalismo y el
pietismo de su época, pero lo encerró en su propio sistema conceptual.
En verdad, aquella frase pertenece a un elogio conmemorativo de
San Ignacio. Fue compuesta por un jesuita anónimo y figura en un texto editado
en 1640 en Amberes para el primer centenario de la Compañía de Jesús. Señala el
contraste entre la pequeñez de la tumba, donde yace el cuerpo del santo, y la
grandeza de su espíritu, capaz de conciliar lo humano y lo divino.
Más allá de esta historia y de aquella interpretación, los
cristianos creemos que Dios, siempre mayor, se hizo en Jesús el Dios siempre
menor. Jesucristo muestra la verdad de esta paradoja: Dios no está abarcado en
lo más grande y, sin embargo, por su amor, se entraña en lo más pequeño. Un
gran pensador, el jesuita Gastón Fessard, escribió que la fe expresa una divina
síntesis de contrarios. Es la paradoja de las paradojas: en Jesús, el Máximo se
hizo Mínimo.
En 1967, a los 40 años, Joseph Ratzinger -luego Benedicto XVI-
publicó su magistral obra Introducción al cristianismo. Allí evocó la
sabia máxima jesuítica y la comentó diciendo que, si dejamos ingresar en el
mundo el amor divino, "lo mínimo se vuelve máximo". La lógica del
amor supera la estrechez geométrica: hace grande lo pequeño y pequeño lo
grande.
En 1981, a los 45 años, Jorge Bergoglio -hoy Francisco- publicó
una reflexión titulada "Conducir en lo grande y en lo pequeño". Allí
evocó la misma sentencia para mostrar un modo de sentir propio del corazón de
Dios, que valora los pequeños gestos de amor inspirados en los grandes
horizontes del Reino de Dios. Esta forma de actuar procura discernir y hacer lo
que más conduce a la unión con Dios. Es el famoso magis de los
Ejercicios Espirituales de San Ignacio. El fundador de la mínima Compañía de
Jesús, que enseñó a contemplar el nacimiento del Niño Jesús, también movió a
hacer todo para la mayor gloria de Dios. De esta mirada brota la capacidad de
expresar un gran amor en un gesto muy pequeño.
En 2014 volvemos a escuchar esta confesión de fe convertida en
una oración navideña: "Tú, que siendo fuerte te hiciste débil; Tú, que
siendo rico te hiciste pobre; Tú, que siendo grande te hiciste pequeño".
La humildad del Dios, que se hizo chiquito, desafía a quienes se engrandecen a
sí mismos y, para eso, descartan a los demás. Cristo, achicado en el pesebre y
en la cruz, se muestra en los más chiquitos. En pleno siglo XVI, Bartolomé de
las Casas, el gran defensor de los cristos azotados de las Indias, decía:
"Dios tiene la memoria muy reciente y muy viva del más chiquito y del más
olvidado". Dios, en su memoria amorosa, nunca olvida a los excluidos por
la cultura del descarte, a los que son pobres para el mundo pero ricos en la
fe.
En el canto del Magnificat, la Virgen María agradece a
Dios porque miró su pequeñez, manifestó la misericordia a su pueblo, derribó a
los poderosos de sus tronos y elevó a los humildes.
Los que se endiosan a sí mismos e idolatran su poder infligen
inmensos sufrimientos y humillaciones a los otros seres humanos. Algún día
caerán, como cayeron los emperadores antiguos y los dictadores modernos. Por el
contrario, el pesebre de Belén nos invita a ingresar en una lógica distinta
para mirar y transformar el mundo: el más humilde y el más pobre hace presente
al Dios hecho Niño. Es el poder del pequeño, el menor, el mínimo. Esta
sabiduría de la humildad invita a hacerse pequeño sin caer en pequeñeces y aspirar
a cosas grandes sin agrandarse. Trae esa nobleza que supera la soberbia y esa
sencillez que aleja la mezquindad.
El 12 de diciembre, el papa Francisco celebró la fiesta de la
Virgen de Guadalupe. En la liturgia se interpretó la Misa criolla, que
cumplió medio siglo. En su homilía, evocando las bienaventuranzas, dijo:
"A su luz nos sentimos movidos a pedir que el futuro de América latina sea
forjado por los pobres y los que sufren, por los humildes, por los que tienen
hambre y sed de justicia, por los compasivos, por los de corazón limpio, por
los que trabajan por la paz".
En la Navidad resuena el anuncio de una gran alegría:
"Encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un
pesebre".
Por cierto, una mamá embarazada es un signo de esperanza y un
bebe recién nacido es causa de alegría. Pero el Niño Dios, nacido hace dos
milenios en la periferia del mundo, es la fuente de la mayor alegría de la
historia. Lo cantaba un texto de la obra Navidad nuestra, también
compuesta por Ariel Ramírez y Félix Luna. "Dos mil años hace / que ha
nacido Dios / el mundo está viejo / pero el Niño no."
Este Niño es la verdadera novedad que hace nacer y renacer la
alegría. Con este gozo se puede cantar la gloria de Dios para buscar la paz en
la Tierra. Ésta es la revolución de la ternura que comenzó en la noche buena de
Belén. El más grande, que se hizo el más pequeño, trae la esperanza de cambiar
el corazón y transformar el poder en servicio y la violencia en paz.
El autor, sacerdote, es profesor en la Facultad de Teología de
la UCA y
miembro de la Comisión Teológica Internacional.
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